—Sufro un caso claro de ceguera temporal.
—Oh, ¿te has enamorado?
—¡No, he abierto el horno para ver cómo iba el pollo!
Así de triste es la vida, señores, cuando se llevan gafas. Puedes haber publicado cinco libros -casi seis-, haber sido la mejor vendedora de pólizas durante muchos meses, la escritora mejor valorada en TodoRelatos y la pluma más certera a este lado de la carretera de Colmenar... y algo tan insignificante como una bebida caliente, te ciega por completo.
Bien es verdad que ante un buen té yo pierdo el mundo de vista, y no es menos cierto que a veces he deseado que el mundo me perdiese de vista a mí, pero convendrán conmigo que es un serio hándicap el tener una ralentización de al menos tres segundos con respecto al resto de mortales a la hora de abrir la puerta del horno, entrar en una habitación caliente viniendo del frío como el espía aquél, o de tomar un té. No es la primera vez que me he perdido quién era el asesino por tener las gafas llenas de niebla mientras bebía chocolate caliente disfrutando de una película. Los sufridos portadores de anteojos, gafas, antiparras y hasta monóculo se identificarán con tan intenso drama, y desde aquí me gustaría lanzar una petición a todos los ópticos del mundo: las gafas con cristales inempañables. ¿Para cuándo, señores, para cuándo unas gafas que no nos priven de preciosos segundos de contemplación y de atención a cuanto sucede a nuestro alrededor porque tenemos nuestra visual empañada como en la canción de Los Chichos, ni más ni menos, ni más ni menos? ¿Hasta cuándo deberemos padecer esta tragedia? ¿Hasta cuándo tendremos que renunciar a nuestro preciado sistema ocular y vivir en esa atroz ceguera? ¿Quousque tandem? ¿Quousque tandem?
En pro de unas gafas con cristales inempañables, gritad conmigo compañeros que lleváis gafas, ¡tenemos derecho a ver! ¡Tenemos derecho a ver!
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