No soy poeta. Nunca lo he sido, ni he querido serlo. Nunca me ha dicho nada la poesía, salvo que hablemos de Bécquer, Quevedo... o Javier Krahe. He detestado la métrica y el andar contando silabitas, y he visto la poesía como una rama literaria excesivamente cercana a las matemáticas como para gustarme. Para mí, siempre había más sinceridad en un párrafo escupido sobre el papel tal como te salía de dentro, que un montón de versitos que uno había tenido que contar y hacer malabarismos con ellos hasta que dieran once exactos para un soneto, rimar de una forma determinada y tener que atenerse a un número de sílabas prefijadas. Siempre he visto la poesía como un encorsetamiento de la creación artística y de los sentimientos del escritor, y no me cabía en la cabeza que nadie pudiera querer escribir algo semejante salvo para hacer canciones.
Teniendo en cuenta todo esto, podéis haceros una idea de cuánto me avergüenza pensar que una vez vi un pajarillo muerto, que sin duda se mató al caerse del nido y me recordó a mi hermana, fallecida un año antes, y mi cerebro se disparó y...
Pequeño, trino pequeño,
salúdala de mi parte
hoy, cuando llegues al cielo
dado que tú, como ella,
subiste allí antes de tiempo.
El asfalto duro y frío
hizo pedazos tus sueños.
Abandonado en la acera,
solito, trino pequeño
Búscala por mí esta tarde
cuando subas hasta el cielo.
¡Salúdala de mi parte,
pequeño, trino pequeño!
Esto podría ser algo bonito si lo escribiera mi sobrina, que entonces tenía once años. Si lo escribo yo, da vergüenza ajena. Pero son cosas que siguen doliendo si me las trago, así que vamos a probar a vomitarlas, a ver si así duelen menos.
Eso sí; como alguien se ría, que se calce, que le sacudo con todo lo gordo (o sea, el Larousse ilustrado) de canto por el lado del pico. Yo aviso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario