La Escritura -como todas las artes, queridos hijitos- es una amante cruel y sin corazón. Es más que probable que ella jamás te dé nada. Ni satisfacciones personales, porque siempre te hará pensar que puedes hacerlo mejor, que no te has esforzado bastante, que puedes darle aún más. Pero eso sí, exigirte, ella te exigirá TODO. Tus pensamientos, tus noches, tus días, tus sentimientos, tus emociones... no habrá situación en tu vida, por alegre o penosa que sea, en la que no aparezca el pequeño demonio de la Escritura para tomar nota de ella. Para sorber tus lágrimas y alimentarse de tu dolor o de tu risa, porque todo puede molerlo, hacerlo harina y usarlo para rebozar historias más tarde. Por eso, la Escritura se cobra víctimas. Víctimas que a los que ya llevamos un tiempo dedicados a ella, nos dan cierta compasión, no tanto por su dulce ingenuidad, como por ser conscientes de que no podemos hacer absolutamente nada para evitarles el tortazo que, sin duda alguna, se darán. Veamos algunos ejemplos:
—Los poetas sensiblérrimos: la mayoría no tienen aún edad de votar, pero ya lo saben todo sobre la vida, el amor, la muerte, el sufrimiento y el dolor. Eso de la métrica es algo que hacían los viejos, ellos vienen destinados a revolucionar el arte poético y pueden hacer un verso de diecisiete sílabas y otro de cuatro, juntar así veintidós versos y soltarte con toda su cara que es un soneto. Y si se te ocurre protestar, eres un desagradable que no sabes de arte. Les gusta hablar del amor verdadero y decir que nunca amarán a nadie más porque el objeto de su calentón amor les ha dicho que no le gusta la pizza de anchoas o que no se piensa hacer vegano. Ellos y sólo ellos conocen las desdichas del amor traicionado y necesitan de expresiones como "frío mar de dolor insondable" o "arrojado al abismo de traición irreparable". Sólo saben rimar en adjetivos como esos, en participio o en infinitivo.
—Los cultos e inteliJentes: son los que usan palabros cuyo significado sólo les suena o incluso desconocen por completo, pero quedan bien en el texto y ellos piensan que les hacen quedar bien a ellos. La pega es que frases como "el estocástico dormitorio de Helen, dulce como un cenotafio, proyectaba ínclitas emociones en el ubérrimo y gañante corazón esternocleidomastoidéico de Stephan, y súbitamente...", no sólo duermen al lector (le confundirían también, pero no da tiempo a tanto), también le provocan risa. O "accesos de ruidosa hilaridad", si lo prefieren.
—Los intensitos: son los que sólo pueden hablar de sí mismos y de lo geniales que son. Cualquier tema de conversación que se saque, desde el retraso del tren a la lista de la compra, les empujará sin remedio a sacar a colación el último cuento que han escrito, esa primera poesía con la que quedaron en "selección de finalistas" en cuatro de básica, o esa novela que llevan dos semanas preparando y que ya están a punto de acabar. Es imposible tener con ellos una conversación normal, a no ser que les amordaces y les esposes las manos a la espalda (si no lo haces, te hablarán por señas).
—Los cambiamundos: sujetos bientencionados que pretenden recuperar el género perdido de la fábula, solo que sin rima, sin animales, sin humor, pero con mucha moraleja. Demasiada. Excesiva. Vale, más que Enyd Blyton y Coelho en una noche loca. Piensan que con sus palabras van a hacer reflexionar a los malvados y estos correrán a corregir sus defectos con una luz nueva en el corazón. Se les conoce porque son esos que hacen los textos que te manda tu tía Leovigilda por Facebook, sí, esos de "la hija ignoró a su madre y se fue de fiesta, y su madre se quedó llorando y llorando, y cuando la hija volvió su madre había muerto, y la joven se arrepintió mucho, mucho, y...". Como escriben para "sacar lo bueno del corazón de todos", parece que es un crimen hacerles la menor crítica. Si no quieres jaleos con ellos, limítate a escribir "amén", y con eso ya se quedan contentos para todo el día.
—Los futuros best-seller: aquellos que, como han visto a una presentadora o a un futbolista sacar un libro, están convencidos de que escribir es facilísimo y cualquiera que haya terminado el segundo de básica puede hacerlo. Claro está, ignoran por completo el concepto de "negros literarios" y tampoco les importa. Así que se gastan una pasta gansa en un ordenador portátil diciéndose a sí mismos (o a sus padres) que "no es un gasto, es una inversión", abren el procesador de textos y empiezan una historia acerca de un niño mago que encuentra un secreto milenario en el Vaticano que puede causar el fin del mundo... un tiempo variable después (días en la mayor parte, semanas en otros), el futuro best-seller quedará aparcado para siempre y usará "la inversión" para jugar al Chuzzle que venía preinstalado.
Sí, lo reconozco, hoy se me ha derramado el sarcasmo y lo sé. Generalmente no soy tan cáustica, y cuando lo soy, no lo publico. Pero, la verdad, ¡me he quedado más a gusto...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario